«Las operaciones concluyeron, las luces fueron apagadas. La gente se fue. El lugar que tantas veces fue punto de encuentro, de música, de celebración, se convirtió en un espacio silente, cargado de ausencias. Ahora es solo un solar vacío… pero lleno de lágrimas y memorias que no se podrán borrar.»
Por: Linandra Javier
Y entonces, cuando todo se aquieta, cuando los titulares cambian y las publicaciones se diluyen, llega esa pregunta que se instala en la realidad: ¿Y ahora qué sigue?
Las emociones quedan a flor de piel, el cuerpo se siente drenado, la mente está saturada y, por momentos, es difícil incluso poner en palabras cómo es que duele. Es una reacción completamente normal. Lo que hemos vivido como sociedad no se borra al cerrar un operativo ni al desocupar un lugar físico. Tampoco es menos difícil si es gente que no conocemos. El impacto permanece.
Pero incluso en medio de todo ese peso emocional, hay algo más que también aparece. Una parte menos visible de la tragedia, pero profundamente humana. Es ese momento en el que el dolor nos une no solo por lo que pasó, sino por cómo nos sostenemos entre nosotros. Cuando el apoyo llega desde lugares inesperados: un vecino que pregunta si estás bien, una amiga que cocina para quienes han estado en la línea de respuesta, el chofer que ofrece una palabra amable, el maestro que abraza a su comunidad desde la escuela.
Es ahí donde emerge el otro rostro del caos, el del calor humano. Ese que no siempre sale en las noticias, pero que se siente. Una red espontánea, cálida, poderosa. Hecha de gestos pequeños que alivian grandes penas. Que no resuelven lo sucedido, pero hacen más llevadero el proceso. Porque cuando el caos desborda, aparecen los lazos que nos recuerdan que no estamos solos.
Somos un país de contacto, de calle compartida, de emociones que no se esconden. Somos un país que, aunque muchas veces esté cansado, no se niega a dar un abrazo. Se ha sentido tanto el sostén emocional. Se ha notado. Y también se ha agradecido.
Sin embargo, en los próximos días probablemente sintamos ese peso que queda después de la tormenta. Es muy posible que empiecen a aparecer emociones que no tuvimos tiempo de procesar: la tristeza que se quedó esperando, la culpa que toca la puerta sin ser invitada, la confusión, la angustia sin nombre, el vacío. Porque así actúa el duelo colectivo: llega por capas. No siempre se siente todo de una vez. A veces aparece cuando intentamos volver a la normalidad.

Y es ahí donde debemos prestarnos atención con más intención. Es importante permitirnos estar mal, sentirnos raros, más cansados, más sensibles. Hay quienes dormirán más, otros no podrán dormir. Algunos querrán hablar de lo ocurrido, otros no sabrán cómo hacerlo o simplemente no querrán. Todo eso también es válido y debe aceptarse.
Lo que no podemos hacer es ignorarnos. Hacer como si nada. Seguir por inercia sin darnos una pausa para respirar, para nombrar lo que nos duele o al menos reconocer que algo dentro cambió.
Volver a la rutina no es traición a lo que pasó. Es, muchas veces, una forma de protegernos, de retomar algo de estructura para no colapsar. Pero esa vuelta debe ser amable, flexible, consciente. Exigirnos productividad como si nada hubiera pasado solo aumenta el malestar. Estos días no estamos “volviendo a la normalidad”. Estamos construyendo una nueva forma de estar después de algo que nos tocó profundamente. Y no todos lo viviremos igual.
Por eso, si sientes que el llanto no para, que no puedes dejar de pensar en lo ocurrido, que el cuerpo se mantiene en tensión, que hay emociones que no puedes manejar solo, no lo guardes en silencio. Busca ayuda. No hay medallas por resistir sin apoyo, y no hay valentía más grande que la de reconocer que necesitamos ser acompañados.
Hoy más que nunca, la salud mental no es solo una necesidad individual. Es una responsabilidad compartida. Porque lo que se cuida, se sostiene. Y lo que se nombra, así sea para uno mismo, inicia el camino a la sanación.
